Mamá trabajaba en la industria del cine como asistente en una casa productora. Recuerdo todas las historias que me contaba, los detalles y los destellos de esa fábrica de sueños.
Con la palidez de Marilyn Monroe y su voz diáfana; los guantes de satén negro de Rita Hayworth y el cabello aterciopelado de Veronica Lake, así como el encanto fascinante de Rock Hudson y el vertiginoso poder transformador de Kim Novak. Todo parecía un cuento de hadas.

En ese entonces, vivíamos en un asentamiento a las afueras de Roma. Necesitaba poder respirar. Esos cuentos subversivos me ayudaron a traspasar la penumbra. Ese fue mi escape, mi salida. Allí, en esa diminuta mancha en el mundo, HOLLYWOOD parecía una estrella brillante y reluciente. Nueve letras llenas de deseo.
Cuando comencé a pensar en la forma en que quería celebrar este nuevo capítulo
en mi trabajo, pensé en mamá y su valioso legado. Pensé en el culto a la belleza con el que me alimentaba; el don invencible de soñar y el aura mitopoética del cine. Por eso elegí Hollywood Boulevard.
Este bulevar de las estrellas es un escenario perfecto para mi amor incondicional por el mundo clásico. Hollywood es, después de todo, un templo griego poblado por divinidades paganas.
Aquí actores y actrices son reconocidos como héroes del mito: criaturas híbridas con el poder de mantener la trascendencia divina y al mismo tiempo la existencia mortal, tanto lo imaginario como lo real. Son los ídolos de una nueva cosmogonía contemporánea que encarnan la persistencia de lo sagrado.
Afrodita, Teseo, Pandara y Medusa todavía viven en el Olimpo de Hollywood. Más allá de nuestro alcance y, sin embargo, tan humanos.

Alrededor de estos semidioses se despliega la ciudad de Los Ángeles, donde una luz bendita fluye por todas partes. Aquí es donde conocí a la gente más peculiar, fuera de tiempo, resistente a cualquier idea de orden.

Siempre los he observado en cortejo en las colinas de la acrópolis de los sueños. Con ganas de ofrecerse como regalos de singularidad.
Un desfile de seres encantados y profundamente libres que atraviesan una tierra donde no reside ni el pasado ni el futuro: solo el milagro del estilo imaginativo.


Mamá siempre me lo decía: Los Ángeles brilla con su propia magia, que es atemporal; es un lugar que roza las divinidades, convirtiéndose en una mitología de lo posible.